29/5/12

¿Qué carajo le pasa al mundo? viendo como mi país se va a la mierda.

Sábado a eso de las 10:15 de la mañana. Mi amigo Canete se estrenaba en el triatlón e íbamos para darle ánimos y sacarle unas cuantas fotos. La competición era en la casa de Campo. Bajaba andando por el paseo de Extremadura. Todavía no se veía mucha gente por la calle, se notaba que no era cualquier día de diario. El sol lanzaba sus rayos con fuerza.

Cuando voy andando, observo, observo todo. Mi vista escudriña hasta el último rincón para no perderse ningún detalle. Desde lejos vi algo que me llamó la atención. Una persona que parecía estar sentada en la acera, con la cabeza ladeada. En los pueblos es normal ver gente sentadas a la vera de su casa, pero en pleno Madrid no resulta tan corriente.

Según me iba acercando pude ver que era una persona mayor, un anciano de unos 80 años, bien vestido. Sentado en una silla con respaldo, la cabeza la tenía hacía un lado, descansando sobre su hombro. Estaba dormido. Cuando llegué frente a él mi cerebro reaccionó y ordenó a mi cuerpo pararse. En el suelo había colocadas unas cuantas cosas; en orden. Un pequeño transistor, tres o cuatro corbatas enrolladas, un par de cinturones, unas alpargatas y unos cuantos cedés de música originales y otros copiados. Dejo de escribir aquí. Pienso que podría dejar de escribir en este momento y cualquier persona con un poco de corazón que leyera estas líneas entendería lo que yo sentí en ese momento. No haría falta seguir escribiendo. Noto un líquido resbalando por mi mejilla y no está lloviendo.

Todos los objetos estaban apoyados en el suelo, no había manta ni trapo debajo. No creo que le importase mucho al anciano. Al fin y al cabo, si venía la policía no podría salir corriendo. Esta reflexión me hace preguntarme… ¿Qué pasaría si llegase la policía? Lamentablemente creo que conozco la respuesta. Le harían agarrar sus cosas y meterse a casa o quizá se atreverían a multarle, que ya está cerca agosto. En caso de que ocurriese algo así, espero que el anciano ni abriese la boca, no vaya a ser que se ligue un porrazo. Tal y como están las cosas…tiene las de perder, la ley contempla que la venta ambulante está prohibida. Sigo mirando fijamente al anciano rodeado por sus enseres. ¿Venta ambulante? Manda cojones…

Si está en la calle vendiendo estas pertenencias no es porque le guste, no es porque quiera hacerlo. Es porque lo necesita, necesita el dinero que le ayude a llegar a fin de mes porque la jubilación que reciba será probablemente una mierda. Sale a la calle con la esperanza de que pueda vender algo. Es mayor, cualquier persona joven sabe que nadie le va a comprar nada. Él no lo sabe, pero yo sí y precisamente por saberlo me hace verlo con una ternura especial. El pobre, además, se ha quedado dormido. Le podrían robar todo, (y seguro que habría por ahí más de un desalmado que lo haría) y ni siquiera se daría cuenta. La estampa tiene también algo de infantil. Recuerda a muchos niños cuando de pequeños ponen frente a sus casas juguetes viejos para vender, o conchas que han recogido en la playa y venden en el paseo marítimo. En esta comparación hay una abismal diferencia, el crío lo hace por diversión, está jugando a ser mayor. El anciano tiene que volver a jugar a ser niño sin divertirse, y un juego sin diversión, nunca es un juego. Este hombre no tendría que estar aquí; no tendría que estar aquí.

Horas más tarde, estoy sentado en una céntrica plaza de Madrid tomando una cerveza. Se acerca a la mesa otro señor mayor, quizá unos años más joven que el primero. Camina encorvado y lleva a su espalda una mochila. Se le ve pasar cabizbajo de mesa en mesa, le cuesta andar. Supongo que no le quedarán fuerzas ni para hablar, por eso se aproxima lentamente y ofrece ambas manos. Algunos le dan dinero, otros las gracias y otros ni le miran. Otro pobre más. Este hombre tampoco tendría que estar aquí.

Momentos antes de irnos se acerca una señora, la tercera. Rondará los 75 años. Lleva un cartel al cuello, en el que puede leerse “Una ayuda por favor, no tengo dinero y mi jubilación es muy pobre”. A diferencia de anteriores, esta mujer pasa de mesa en mesa con una mueca en su rostro que intenta parecer una sonrisa. Lo intenta pero no llega a conseguirlo. Se ve forzada, se ve que tampoco tendría que estar aquí.

Muchos podrán pensar que no estoy contando nada nuevo. La mendicidad ha existido siempre, al igual que la venta ambulante. Efectivamente, tanto la mendicidad como la venta ambulante ya existían, pero no en la forma en la que se presenta ahora. Sí lo he podido ver en los países que llaman tercermundistas, pero nunca en mi país, nunca en España. ¿Será que nos estamos convirtiendo en un país de tercera también? Es curioso que vuelvan a salir las clasificaciones sociales a las que me refería en mi anterior post. Parece ser que también se aplican a los países. Denominan a los más pobres tercermundistas; a los más desarrollados, primer mundo. ¿Entonces en los países tercermundistas vive gente de tercera clase y en los países desarrollados de primera?

24/5/12

Mi primera vez.

Dicen que siempre hay una primera vez para todo. Seis horas y media en un tren regional para llegar a Valencia. Nunca había visto un tren tan hecho mierda y que llegase tan lejos. Los cristales estaban decorados con grafitis y a algunos asientos les faltaban trozos de tela. Cuando iba por la duodécima estación dejé de contar; me aburrí. Llevaba un libro y un periódico para hacer más ameno el viaje, aunque enfocar la vista con los exagerados latigazos y bruscos movimientos que hacía el tren era tarea complicada. Me entraron ganas de mear y dudé de que hubiera un baño, así que pregunté a un revisor que pasaba en ese momento y me contestó que sí, en el primer y último vagón.

Tenía que cruzar un vagón, yo estaba en el tercero. Llegué a la puerta y pulsé el botón rojo de abrir. Una vez, dos veces, tres veces…la puerta no abría. Supongo que era mucho pedir que funcionase ese mecanismo que abre la puerta de los trenes emitiendo el típico ruido de nave espacial. Tuve que abrirla manualmente; empujando vamos.

Bajé la manivela de la cisterna. Abrí el grifo del agua y salió un chorrito tan fino que apenas mojaba. Mientras intentaba frustradamente lavarme las manos sin jabón y casi sin agua, noté unos sonidos extraños a mi espalda y algo que me mojaba la camiseta. Me di la vuelta y el váter se había convertido en un volcán en erupción que salpicaba agua de no muy agradable olor. Tuve que salir corriendo y llegar hasta mi vagón mientras me agarraba a los asientos para no caerme (del movimiento del tren, si). Me senté y no pude evitar reírme ante tal situación, si alguien me hubiera grabado seguro que pensarían que estaba todo preparado. No podía parar de reír y las únicas dos señoras que iban en mi mismo vagón me miraban y sus gestos se iban tornando cada vez más serios. Parecían preocupadas. Tranquilas señoras, estoy todo lo cuerdo que puedo.

28 euros. El billete más barato. Yo también sufro la crisis. Llegué a una estación de Valencia en la que ni los propios locales sabían que llegaban trenes de Madrid. Todos me decían que en esa estación sólo paraban cercanías. Pero llegué. Y con una buena y graciosa anécdota que contar.

El tren de vuelta lo perdí. No quedaban billetes para volver en el mismo día, tampoco habían plazas libres en ningún autobús. Era domingo y el lunes tenía compromisos laborales a los que no podía faltar. En último momento me dijeron que había una plaza en primera clase. 82 Euros. Su precio era de 120 euros pero me descontaron lo que había pagado por el tren perdido. Un número que se me clavó en el pecho porque sabía que lo tenía que no tenía opción, que lo tenía que comprar sí o sí. Intenté sacar algo de positivo para no calentarme mucho la cabeza y llegué a la conclusión de que iba a ser mi primer viaje en primera clase en 28 años. Me hace daño a la vista escribir “primera clase” en el año 2012. Me transporta al año 1912, cuando todos los pasajeros subían al RMS Titanic, también separados por clases sociales. La distinción entre clases lamentablemente sigue existiendo, pero ¿no son suficientes 100 años para encontrar otro término más sutil, más elegante y con menos carga histórica? Parece ser que no, que la gente sigue necesitando alimentar su ego, y, por lo visto, ver en un trozo de papel impreso que corresponden a la primera clase es un plato de que les sacia por momentos.

Me quedé sorprendido nada más entrar. Suelo enmoquetado, hilillo musical de fondo, grandes asientos de cuero que por el tamaño parecían sofás, mesa plegable, enchufes por todos lados, televisiones, aire acondicionado y un baño casi más completo que el de una vivienda. Me quedé sorprendido; lo reitero, ya que decir lo contrario sería mentir al lector y mentirme a mí mismo.

Me senté en mi “sofá” y comencé a investigar todo como si fuera un niño pequeño. El que iba sentado a mi lado llevaba un rolex de oro; seguro que no era su primera vez, por eso no estaba tan emocionado como yo. Este señor empezó a mirarme como las dos señoras de la ida. Quizá no esté tan cuerdo. El tren partió y rápidamente pasó una azafata ofreciendo prensa. Iba a sacar del bolsillo unas monedas pero vi que la gente no pagaba. Prensa gratis. La mayoría pedía el ABC (¿Qué previsible no?), unos pocos El Mundo y nadie excepto yo, El País. ¡Ojo! No piensen que con este dato estoy revelando mi afiliación política; suelo leer muchos periódicos para tener diferentes puntos de vista y contrastar mejor la información. En ese momento pedí El País porque ya había leído El Mundo y la versión online del extinguido Público por la mañana. Pasados unos quince minutos atravesó el pasillo otra azafata repartiendo toallitas calientes. Las ofrecía con unas pinzas. La dejé en la mesita plegable. No entendía mucho para qué me daban una servilleta antes de ponerme la comida. Veía que la gente se limpiaba las manos y yo no entendía nada. ¿Está prohibido tocar algo sin las manos limpias? Oiga perdone, yo las traigo limpias de casa. Seguidamente me ofrecieron la carta del menú. Una carta con dos hojas de una cuidada y cara impresión. El menú venía en diferentes idiomas, pero sólo había uno, es decir, no se podía elegir. ¿Entonces para qué quiero saber lo que me van a dar? ¿Si no puedo elegir qué comer de qué narices me sirve la carta? Bajo mi humilde punto de vista, este gesto peca de estupidez desmesurada. Más aún cuando la mayoría de cartas de menú terminan en el cubo de basura que hay entre los dos asientos que cada uno tiene delante, o en el bolso de alguna señora. De recuerdo, dicen. ¿No las podrían pedir de vuelta para que sirvieran a los siguientes pasajeros?

Una taza de gazpacho, foie con lomo ibérico, queso, ensalada y un nombre tan extraño que ni recuerdo aderezado por un conocido cocinero peruano de nombre que tampoco recuerdo. Tres lonchas de lomo, una de queso y esas cosas de nombre extraño que parecían patatas pero que no sabían como tal, cubiertas por unos pimientos rojos. La ración era pequeña, pero no me puedo quejar, lo que había comido no estaba malo.

Pienso y comparo tanto la vuelta como la ida. La primera más incómoda y con ningún lujo. La palabra lujo me hace pensar… ¿Acaso son lujos o ni siquiera llegan a eso? ¿No se les podría denominar mejor como chorradas innecesarias? Una hora y media tardé en la vuelta. ¿Es necesario para este tiempo enchufes, televisiones, cartas de menú en cuatro idiomas, toallitas calientes o baños que a más de uno le gustaría tener en su propia casa? Son cosas que se utilizan porque están ahí, pero ¿No puede vivir el ser humano sin todo esto durante una hora y media en su vida? ¡Qué aburrido es el ser humano!

Yo no me aburro tan fácilmente. Disfruto viendo el paisaje, las estaciones abandonadas, cuento las pocas casas que pueblan algunos pueblos despoblados o simplemente miro al horizonte. ¡Si señores! Las ventanillas existen. Fuera brilla el sol.