24/5/12

Mi primera vez.

Dicen que siempre hay una primera vez para todo. Seis horas y media en un tren regional para llegar a Valencia. Nunca había visto un tren tan hecho mierda y que llegase tan lejos. Los cristales estaban decorados con grafitis y a algunos asientos les faltaban trozos de tela. Cuando iba por la duodécima estación dejé de contar; me aburrí. Llevaba un libro y un periódico para hacer más ameno el viaje, aunque enfocar la vista con los exagerados latigazos y bruscos movimientos que hacía el tren era tarea complicada. Me entraron ganas de mear y dudé de que hubiera un baño, así que pregunté a un revisor que pasaba en ese momento y me contestó que sí, en el primer y último vagón.

Tenía que cruzar un vagón, yo estaba en el tercero. Llegué a la puerta y pulsé el botón rojo de abrir. Una vez, dos veces, tres veces…la puerta no abría. Supongo que era mucho pedir que funcionase ese mecanismo que abre la puerta de los trenes emitiendo el típico ruido de nave espacial. Tuve que abrirla manualmente; empujando vamos.

Bajé la manivela de la cisterna. Abrí el grifo del agua y salió un chorrito tan fino que apenas mojaba. Mientras intentaba frustradamente lavarme las manos sin jabón y casi sin agua, noté unos sonidos extraños a mi espalda y algo que me mojaba la camiseta. Me di la vuelta y el váter se había convertido en un volcán en erupción que salpicaba agua de no muy agradable olor. Tuve que salir corriendo y llegar hasta mi vagón mientras me agarraba a los asientos para no caerme (del movimiento del tren, si). Me senté y no pude evitar reírme ante tal situación, si alguien me hubiera grabado seguro que pensarían que estaba todo preparado. No podía parar de reír y las únicas dos señoras que iban en mi mismo vagón me miraban y sus gestos se iban tornando cada vez más serios. Parecían preocupadas. Tranquilas señoras, estoy todo lo cuerdo que puedo.

28 euros. El billete más barato. Yo también sufro la crisis. Llegué a una estación de Valencia en la que ni los propios locales sabían que llegaban trenes de Madrid. Todos me decían que en esa estación sólo paraban cercanías. Pero llegué. Y con una buena y graciosa anécdota que contar.

El tren de vuelta lo perdí. No quedaban billetes para volver en el mismo día, tampoco habían plazas libres en ningún autobús. Era domingo y el lunes tenía compromisos laborales a los que no podía faltar. En último momento me dijeron que había una plaza en primera clase. 82 Euros. Su precio era de 120 euros pero me descontaron lo que había pagado por el tren perdido. Un número que se me clavó en el pecho porque sabía que lo tenía que no tenía opción, que lo tenía que comprar sí o sí. Intenté sacar algo de positivo para no calentarme mucho la cabeza y llegué a la conclusión de que iba a ser mi primer viaje en primera clase en 28 años. Me hace daño a la vista escribir “primera clase” en el año 2012. Me transporta al año 1912, cuando todos los pasajeros subían al RMS Titanic, también separados por clases sociales. La distinción entre clases lamentablemente sigue existiendo, pero ¿no son suficientes 100 años para encontrar otro término más sutil, más elegante y con menos carga histórica? Parece ser que no, que la gente sigue necesitando alimentar su ego, y, por lo visto, ver en un trozo de papel impreso que corresponden a la primera clase es un plato de que les sacia por momentos.

Me quedé sorprendido nada más entrar. Suelo enmoquetado, hilillo musical de fondo, grandes asientos de cuero que por el tamaño parecían sofás, mesa plegable, enchufes por todos lados, televisiones, aire acondicionado y un baño casi más completo que el de una vivienda. Me quedé sorprendido; lo reitero, ya que decir lo contrario sería mentir al lector y mentirme a mí mismo.

Me senté en mi “sofá” y comencé a investigar todo como si fuera un niño pequeño. El que iba sentado a mi lado llevaba un rolex de oro; seguro que no era su primera vez, por eso no estaba tan emocionado como yo. Este señor empezó a mirarme como las dos señoras de la ida. Quizá no esté tan cuerdo. El tren partió y rápidamente pasó una azafata ofreciendo prensa. Iba a sacar del bolsillo unas monedas pero vi que la gente no pagaba. Prensa gratis. La mayoría pedía el ABC (¿Qué previsible no?), unos pocos El Mundo y nadie excepto yo, El País. ¡Ojo! No piensen que con este dato estoy revelando mi afiliación política; suelo leer muchos periódicos para tener diferentes puntos de vista y contrastar mejor la información. En ese momento pedí El País porque ya había leído El Mundo y la versión online del extinguido Público por la mañana. Pasados unos quince minutos atravesó el pasillo otra azafata repartiendo toallitas calientes. Las ofrecía con unas pinzas. La dejé en la mesita plegable. No entendía mucho para qué me daban una servilleta antes de ponerme la comida. Veía que la gente se limpiaba las manos y yo no entendía nada. ¿Está prohibido tocar algo sin las manos limpias? Oiga perdone, yo las traigo limpias de casa. Seguidamente me ofrecieron la carta del menú. Una carta con dos hojas de una cuidada y cara impresión. El menú venía en diferentes idiomas, pero sólo había uno, es decir, no se podía elegir. ¿Entonces para qué quiero saber lo que me van a dar? ¿Si no puedo elegir qué comer de qué narices me sirve la carta? Bajo mi humilde punto de vista, este gesto peca de estupidez desmesurada. Más aún cuando la mayoría de cartas de menú terminan en el cubo de basura que hay entre los dos asientos que cada uno tiene delante, o en el bolso de alguna señora. De recuerdo, dicen. ¿No las podrían pedir de vuelta para que sirvieran a los siguientes pasajeros?

Una taza de gazpacho, foie con lomo ibérico, queso, ensalada y un nombre tan extraño que ni recuerdo aderezado por un conocido cocinero peruano de nombre que tampoco recuerdo. Tres lonchas de lomo, una de queso y esas cosas de nombre extraño que parecían patatas pero que no sabían como tal, cubiertas por unos pimientos rojos. La ración era pequeña, pero no me puedo quejar, lo que había comido no estaba malo.

Pienso y comparo tanto la vuelta como la ida. La primera más incómoda y con ningún lujo. La palabra lujo me hace pensar… ¿Acaso son lujos o ni siquiera llegan a eso? ¿No se les podría denominar mejor como chorradas innecesarias? Una hora y media tardé en la vuelta. ¿Es necesario para este tiempo enchufes, televisiones, cartas de menú en cuatro idiomas, toallitas calientes o baños que a más de uno le gustaría tener en su propia casa? Son cosas que se utilizan porque están ahí, pero ¿No puede vivir el ser humano sin todo esto durante una hora y media en su vida? ¡Qué aburrido es el ser humano!

Yo no me aburro tan fácilmente. Disfruto viendo el paisaje, las estaciones abandonadas, cuento las pocas casas que pueblan algunos pueblos despoblados o simplemente miro al horizonte. ¡Si señores! Las ventanillas existen. Fuera brilla el sol.

1 comentario:

  1. Rafa, tienes muchísima razón y me encanta la forma que ves y describes las situaciones cotidianas !!!!! No dejes de escribir !!!
    M-

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