30/9/12

La droga del siglo XXI



La droga que más engancha y más adictos ha creado hasta el día de hoy no es química ni sintética. No se esnifa, ni se pincha, ni se toma por vía oral. No hay que acudir a ningún camello para comprarla, es legal, y se puede consumir en cualquier rincón del mundo.

Su nacimiento es reciente y no suena a nada conocido como la bencedrina, la morfina, la cocaína o la heroína. No da la muerte a la persona que la consume, al individuo, pero sí destruye al conjunto, a la sociedad. Y lo hace a un ritmo vertiginoso, endiablado. No es mucho el tiempo que concede para convertirse en adicto, con un par de meses le es suficiente. En este tiempo ya se pueden apreciar los rasgos característicos de cualquier yonqui, independencia extrema. Como todas las drogas, crea tolerancia, por lo que el consumo tenderá a incrementarse con el paso del tiempo. Es difícil quedarse sin un “chute” más de esta droga, por lo que no se sentirá muchas veces el síndrome de abstinencia, no obstante, en caso de que suceda, le hará retorcerse y sentir claustrofobia de su propio cuerpo.

La sustancia no se elimina del organismo, por lo que dejar pasar el tiempo o tomar algún elixir paregórico no tiene ningún sentido. El síndrome únicamente desaparecerá con la siguiente dosis.

Es la primera droga que no discrimina por edad; desde los más pequeños hasta los más ancianos caen en sus redes sin poner resistencia. Engancharse es muy sencillo, salir de ella tarea muy complicada. La adicción que crea es de las más devastadoras; mental y psicológica.

Aunque tiene diferentes formatos, el ingrediente principal es el mismo. Las campañas de marketing no dejan de atiborrarnos con objeto de fomentar su consumo. Para tal fin, emplean nombres atrayentes, llamativos y originales como Whatsapp, Facebook, Twitter, Tuenti, etc.

Yo mismo me considero un adicto a esta droga, aunque en proceso de desintoxicación. Caí en ella hace un tiempo y no han sido pocos los intentos, todos frustrados, de dejarlo.

Estas líneas, que algunos tacharán de apocalípticas, yo las resumo en dos palabras: estamos jodidos.

Si alguna vez ha visto una luz roja parpadeando y no se ha resistido, es usted un yonqui. Si alguna vez ha escuchado un pitido y ha dejado lo que estaba haciendo, es usted un yonqui. Si cada vez más siente la necesidad de exteriorizar y compartir algo que a nadie le importa un carajo, es usted un yonqui. Si ha sufrido alucinaciones viendo la luz roja parpadear, es usted un yonqui. Si nota vibraciones repentinas donde no las hay, es usted un yonqui. Si siente angustia al no compartir con los demás actos tan estúpidos como meterse en la ducha o comprar el periódico, es usted un yonqui.

Los efectos secundarios de esta droga son variados. Bajo mi punto de vista y el que me atormenta como los Dioses del Olimpo a los Titanes, es la depresión.

Al poco de comenzar la relación con esta droga, uno se percata de que su vida consiste únicamente en dejar pasar el tiempo. Monotonía y aburrimiento. En cambio, otros parecen disfrutar al máximo con esta droga, exprimir el “carpe diem” rodeados de paisajes de postal, gente interesante y colores, muchos y agradables colores.

En otros “viajes” se siente depresión al ver que un compañero de fatiga, es decir, otro yonqui más ha leído tus sentimientos más profundos y hace caso omiso de ellos, ni se molesta en abrir la boca. Antes pensaba que, ver aquellos dos tics y no obtener respuesta eran de las cosas más horribles que a uno le pueden pasar.

Otras veces me pongo a pensar que los yonquis han sido siempre marginados sociales, de hecho yo soy un marginado social, en cambio, no puedo más que sumirme en una profunda depresión cuando veo que otros yonquis ya no son marginados sociales, tienen cientos y miles de seguidores. A mí sólo me quieren doce y a algunos ni les conozco.

Otro de los efectos secundarios es la pérdida de habilidades sociales acompañada de un incremento de la introvertividad. Esta droga crea una cárcel invisible que nos encierra en nosotros mismos. Hace poco quedé a tomar unas cervezas con otro amigo que no sabía que estaba enganchado. Lo descubrí a los pocos minutos, cuando intentaba entablar conmigo una insulsa conversación al tiempo que consumía compulsivamente. De vez en cuando se molestaba en levantar la cabeza y mirarme. Es uno de esos yonquis que no tienen ninguna intención de curarse. Y este no es un caso aislado. Basta con salir a la calle para darse cuenta de que, donde antes había un grupo de jóvenes charlando animosamente, ahora ya no hay grupo, sino 4 ó 5 jóvenes que por lo único que no parecen desconocidos es porque están sentados en la misma mesa.

En otros adictos se pueden apreciar ciertos grados de bipolaridad. En la intimidad de su casa, cuando consumen solos, se muestran joviales y optimistas, con ganas de comerse el mundo y de alegrarlo con sus triunfos. Esto, no en pocas ocasiones, cambia cuando se reúnen con otras personas, sean yonquis o no, y salen a florecer los rasgos personales de cada individuo.

Algo que me fascina del poder de estar droga es que destruye sociedades enteras haciéndolo sujeto por sujeto. A diferencia por ejemplo de una bomba atómica, que tiene un poder de destrucción masivo en el momento del impacto, esta droga parece querer regocijarse al destruir despacito y con buena letra.

Habrá quien sea contrario a todo lo escrito, habrá quien únicamente pueda alabar estas nuevas drogas, o gente incluso que no lo considere una droga. Yo después de unos años enganchado, he puesto en una balanza tanto los efectos positivos como los negativos. Los segundos me pesan mucho más. Quizá a usted no, quizá usted piense que todo lo que digo son memeces. Tiene todos mis respetos, cada uno es libre de hacer con su vida lo que le plazca.

Ahora ya si, tranquilamente, puede atender a esa luz que parpadea si es que no lo ha hecho varias veces durante la lectura.

20/8/12

Después de unas cuantas cervezas, media botella de ron, tres o cuatro chupitos de absenta y mucho sexo; te dejo.

Se terminó la relación que mantuvimos durante doce años. Así, de un día para otro. Sin más preámbulos, sin premeditación. Nunca pensé dejarte tan joven.

No recuerdo cómo ni en qué momento te conocí; lo que sí recuerdo es porqué. Porque eras la fruta prohibida, la sensación que besaba bocas adultas, la entrada de una conversación, la causa para pedir algo, la sonrisa de un amigo, el movimiento suave y elegante de una mujer, la plaga cotidiana del día a día.

Al comienzo me diste muchos problemas, me costó adaptarme a ti. Nuestra relación tenía más contras que pros, y aún así, la mantuvimos a flote. Un perfume nuevo se apoderaba de mi boca y de mi cuerpo entero al tiempo que me producías fuertes devaneos de cabeza. La pérdida del equilibrio y casi de la visión eran los efectos que sobre mí pesaban cada vez que entraba en contacto contigo. ¡Ya en aquellos momentos me avisabas y yo miraba para otro lado!

Llegar a ti no era muy difícil, pero tampoco fácil. Recuerdo que lo hacíamos a escondidas, con la ayuda de otra persona con más años de relación, o, si había suerte, por nuestro propio mérito, gracias a la desidia de otros adultos.

En esos días no era fiel, ora rubio, ora negro; hasta me relacionaba con tus hermanos mayores.

Con el paso de los meses, la relación iba viento en popa y mi gusto por ti crecía a un ritmo endiablado, adictivo. Los frecuentes mareos de desvanecieron y la palabra fidelidad cobraba cada vez más sentido en mi diccionario.

Siempre me has acompañado, en todo momento; lo tuyo sí que era ser polifacético. Cuando estaba triste y necesitaba de tu ayuda, cuando me sentía alegre y no sabía qué hacer con mis manos, en momentos de tensión para canalizar mis nervios, en momentos de incertidumbre ante lo desconocido, en momentos de charla y borrachera, en las vacaciones vigilándome y esperándome cada vez que salía del mar, en clase para hacer más llevaderas las horas siguientes...siempre, en todo momento.

Hoy, no obstante, te tengo que dejar, te dejo. Muchas serán las ocasiones en que te eche de menos y te tenga tan al alcance. Sé que pondrás a prueba mi fuerza de voluntad, sé que no fue fácil conocerte, pero mucho más complicado será despedirte.

Esto ya tenía que terminar, ya estaba por caducar, desde hace unos cuantos meses que me venías dando las mismas satisfacciones pero también nuevos inconvenientes, nuevos problemas que no me permitían disfrutar de ti como hace años. Creo que ya no te quiero.

Se terminó, se terminó y espero no volver a cruzarme en tu camino; camino de placer, camino de perdición.

29/5/12

¿Qué carajo le pasa al mundo? viendo como mi país se va a la mierda.

Sábado a eso de las 10:15 de la mañana. Mi amigo Canete se estrenaba en el triatlón e íbamos para darle ánimos y sacarle unas cuantas fotos. La competición era en la casa de Campo. Bajaba andando por el paseo de Extremadura. Todavía no se veía mucha gente por la calle, se notaba que no era cualquier día de diario. El sol lanzaba sus rayos con fuerza.

Cuando voy andando, observo, observo todo. Mi vista escudriña hasta el último rincón para no perderse ningún detalle. Desde lejos vi algo que me llamó la atención. Una persona que parecía estar sentada en la acera, con la cabeza ladeada. En los pueblos es normal ver gente sentadas a la vera de su casa, pero en pleno Madrid no resulta tan corriente.

Según me iba acercando pude ver que era una persona mayor, un anciano de unos 80 años, bien vestido. Sentado en una silla con respaldo, la cabeza la tenía hacía un lado, descansando sobre su hombro. Estaba dormido. Cuando llegué frente a él mi cerebro reaccionó y ordenó a mi cuerpo pararse. En el suelo había colocadas unas cuantas cosas; en orden. Un pequeño transistor, tres o cuatro corbatas enrolladas, un par de cinturones, unas alpargatas y unos cuantos cedés de música originales y otros copiados. Dejo de escribir aquí. Pienso que podría dejar de escribir en este momento y cualquier persona con un poco de corazón que leyera estas líneas entendería lo que yo sentí en ese momento. No haría falta seguir escribiendo. Noto un líquido resbalando por mi mejilla y no está lloviendo.

Todos los objetos estaban apoyados en el suelo, no había manta ni trapo debajo. No creo que le importase mucho al anciano. Al fin y al cabo, si venía la policía no podría salir corriendo. Esta reflexión me hace preguntarme… ¿Qué pasaría si llegase la policía? Lamentablemente creo que conozco la respuesta. Le harían agarrar sus cosas y meterse a casa o quizá se atreverían a multarle, que ya está cerca agosto. En caso de que ocurriese algo así, espero que el anciano ni abriese la boca, no vaya a ser que se ligue un porrazo. Tal y como están las cosas…tiene las de perder, la ley contempla que la venta ambulante está prohibida. Sigo mirando fijamente al anciano rodeado por sus enseres. ¿Venta ambulante? Manda cojones…

Si está en la calle vendiendo estas pertenencias no es porque le guste, no es porque quiera hacerlo. Es porque lo necesita, necesita el dinero que le ayude a llegar a fin de mes porque la jubilación que reciba será probablemente una mierda. Sale a la calle con la esperanza de que pueda vender algo. Es mayor, cualquier persona joven sabe que nadie le va a comprar nada. Él no lo sabe, pero yo sí y precisamente por saberlo me hace verlo con una ternura especial. El pobre, además, se ha quedado dormido. Le podrían robar todo, (y seguro que habría por ahí más de un desalmado que lo haría) y ni siquiera se daría cuenta. La estampa tiene también algo de infantil. Recuerda a muchos niños cuando de pequeños ponen frente a sus casas juguetes viejos para vender, o conchas que han recogido en la playa y venden en el paseo marítimo. En esta comparación hay una abismal diferencia, el crío lo hace por diversión, está jugando a ser mayor. El anciano tiene que volver a jugar a ser niño sin divertirse, y un juego sin diversión, nunca es un juego. Este hombre no tendría que estar aquí; no tendría que estar aquí.

Horas más tarde, estoy sentado en una céntrica plaza de Madrid tomando una cerveza. Se acerca a la mesa otro señor mayor, quizá unos años más joven que el primero. Camina encorvado y lleva a su espalda una mochila. Se le ve pasar cabizbajo de mesa en mesa, le cuesta andar. Supongo que no le quedarán fuerzas ni para hablar, por eso se aproxima lentamente y ofrece ambas manos. Algunos le dan dinero, otros las gracias y otros ni le miran. Otro pobre más. Este hombre tampoco tendría que estar aquí.

Momentos antes de irnos se acerca una señora, la tercera. Rondará los 75 años. Lleva un cartel al cuello, en el que puede leerse “Una ayuda por favor, no tengo dinero y mi jubilación es muy pobre”. A diferencia de anteriores, esta mujer pasa de mesa en mesa con una mueca en su rostro que intenta parecer una sonrisa. Lo intenta pero no llega a conseguirlo. Se ve forzada, se ve que tampoco tendría que estar aquí.

Muchos podrán pensar que no estoy contando nada nuevo. La mendicidad ha existido siempre, al igual que la venta ambulante. Efectivamente, tanto la mendicidad como la venta ambulante ya existían, pero no en la forma en la que se presenta ahora. Sí lo he podido ver en los países que llaman tercermundistas, pero nunca en mi país, nunca en España. ¿Será que nos estamos convirtiendo en un país de tercera también? Es curioso que vuelvan a salir las clasificaciones sociales a las que me refería en mi anterior post. Parece ser que también se aplican a los países. Denominan a los más pobres tercermundistas; a los más desarrollados, primer mundo. ¿Entonces en los países tercermundistas vive gente de tercera clase y en los países desarrollados de primera?

24/5/12

Mi primera vez.

Dicen que siempre hay una primera vez para todo. Seis horas y media en un tren regional para llegar a Valencia. Nunca había visto un tren tan hecho mierda y que llegase tan lejos. Los cristales estaban decorados con grafitis y a algunos asientos les faltaban trozos de tela. Cuando iba por la duodécima estación dejé de contar; me aburrí. Llevaba un libro y un periódico para hacer más ameno el viaje, aunque enfocar la vista con los exagerados latigazos y bruscos movimientos que hacía el tren era tarea complicada. Me entraron ganas de mear y dudé de que hubiera un baño, así que pregunté a un revisor que pasaba en ese momento y me contestó que sí, en el primer y último vagón.

Tenía que cruzar un vagón, yo estaba en el tercero. Llegué a la puerta y pulsé el botón rojo de abrir. Una vez, dos veces, tres veces…la puerta no abría. Supongo que era mucho pedir que funcionase ese mecanismo que abre la puerta de los trenes emitiendo el típico ruido de nave espacial. Tuve que abrirla manualmente; empujando vamos.

Bajé la manivela de la cisterna. Abrí el grifo del agua y salió un chorrito tan fino que apenas mojaba. Mientras intentaba frustradamente lavarme las manos sin jabón y casi sin agua, noté unos sonidos extraños a mi espalda y algo que me mojaba la camiseta. Me di la vuelta y el váter se había convertido en un volcán en erupción que salpicaba agua de no muy agradable olor. Tuve que salir corriendo y llegar hasta mi vagón mientras me agarraba a los asientos para no caerme (del movimiento del tren, si). Me senté y no pude evitar reírme ante tal situación, si alguien me hubiera grabado seguro que pensarían que estaba todo preparado. No podía parar de reír y las únicas dos señoras que iban en mi mismo vagón me miraban y sus gestos se iban tornando cada vez más serios. Parecían preocupadas. Tranquilas señoras, estoy todo lo cuerdo que puedo.

28 euros. El billete más barato. Yo también sufro la crisis. Llegué a una estación de Valencia en la que ni los propios locales sabían que llegaban trenes de Madrid. Todos me decían que en esa estación sólo paraban cercanías. Pero llegué. Y con una buena y graciosa anécdota que contar.

El tren de vuelta lo perdí. No quedaban billetes para volver en el mismo día, tampoco habían plazas libres en ningún autobús. Era domingo y el lunes tenía compromisos laborales a los que no podía faltar. En último momento me dijeron que había una plaza en primera clase. 82 Euros. Su precio era de 120 euros pero me descontaron lo que había pagado por el tren perdido. Un número que se me clavó en el pecho porque sabía que lo tenía que no tenía opción, que lo tenía que comprar sí o sí. Intenté sacar algo de positivo para no calentarme mucho la cabeza y llegué a la conclusión de que iba a ser mi primer viaje en primera clase en 28 años. Me hace daño a la vista escribir “primera clase” en el año 2012. Me transporta al año 1912, cuando todos los pasajeros subían al RMS Titanic, también separados por clases sociales. La distinción entre clases lamentablemente sigue existiendo, pero ¿no son suficientes 100 años para encontrar otro término más sutil, más elegante y con menos carga histórica? Parece ser que no, que la gente sigue necesitando alimentar su ego, y, por lo visto, ver en un trozo de papel impreso que corresponden a la primera clase es un plato de que les sacia por momentos.

Me quedé sorprendido nada más entrar. Suelo enmoquetado, hilillo musical de fondo, grandes asientos de cuero que por el tamaño parecían sofás, mesa plegable, enchufes por todos lados, televisiones, aire acondicionado y un baño casi más completo que el de una vivienda. Me quedé sorprendido; lo reitero, ya que decir lo contrario sería mentir al lector y mentirme a mí mismo.

Me senté en mi “sofá” y comencé a investigar todo como si fuera un niño pequeño. El que iba sentado a mi lado llevaba un rolex de oro; seguro que no era su primera vez, por eso no estaba tan emocionado como yo. Este señor empezó a mirarme como las dos señoras de la ida. Quizá no esté tan cuerdo. El tren partió y rápidamente pasó una azafata ofreciendo prensa. Iba a sacar del bolsillo unas monedas pero vi que la gente no pagaba. Prensa gratis. La mayoría pedía el ABC (¿Qué previsible no?), unos pocos El Mundo y nadie excepto yo, El País. ¡Ojo! No piensen que con este dato estoy revelando mi afiliación política; suelo leer muchos periódicos para tener diferentes puntos de vista y contrastar mejor la información. En ese momento pedí El País porque ya había leído El Mundo y la versión online del extinguido Público por la mañana. Pasados unos quince minutos atravesó el pasillo otra azafata repartiendo toallitas calientes. Las ofrecía con unas pinzas. La dejé en la mesita plegable. No entendía mucho para qué me daban una servilleta antes de ponerme la comida. Veía que la gente se limpiaba las manos y yo no entendía nada. ¿Está prohibido tocar algo sin las manos limpias? Oiga perdone, yo las traigo limpias de casa. Seguidamente me ofrecieron la carta del menú. Una carta con dos hojas de una cuidada y cara impresión. El menú venía en diferentes idiomas, pero sólo había uno, es decir, no se podía elegir. ¿Entonces para qué quiero saber lo que me van a dar? ¿Si no puedo elegir qué comer de qué narices me sirve la carta? Bajo mi humilde punto de vista, este gesto peca de estupidez desmesurada. Más aún cuando la mayoría de cartas de menú terminan en el cubo de basura que hay entre los dos asientos que cada uno tiene delante, o en el bolso de alguna señora. De recuerdo, dicen. ¿No las podrían pedir de vuelta para que sirvieran a los siguientes pasajeros?

Una taza de gazpacho, foie con lomo ibérico, queso, ensalada y un nombre tan extraño que ni recuerdo aderezado por un conocido cocinero peruano de nombre que tampoco recuerdo. Tres lonchas de lomo, una de queso y esas cosas de nombre extraño que parecían patatas pero que no sabían como tal, cubiertas por unos pimientos rojos. La ración era pequeña, pero no me puedo quejar, lo que había comido no estaba malo.

Pienso y comparo tanto la vuelta como la ida. La primera más incómoda y con ningún lujo. La palabra lujo me hace pensar… ¿Acaso son lujos o ni siquiera llegan a eso? ¿No se les podría denominar mejor como chorradas innecesarias? Una hora y media tardé en la vuelta. ¿Es necesario para este tiempo enchufes, televisiones, cartas de menú en cuatro idiomas, toallitas calientes o baños que a más de uno le gustaría tener en su propia casa? Son cosas que se utilizan porque están ahí, pero ¿No puede vivir el ser humano sin todo esto durante una hora y media en su vida? ¡Qué aburrido es el ser humano!

Yo no me aburro tan fácilmente. Disfruto viendo el paisaje, las estaciones abandonadas, cuento las pocas casas que pueblan algunos pueblos despoblados o simplemente miro al horizonte. ¡Si señores! Las ventanillas existen. Fuera brilla el sol.

15/2/12

Reflexión.

Primo Levi se une a la resistencia en los años 40 y cuatro años más tarde es capturado por los nazis y deportado a Auschwitz. Leo una frase en su libro: “Si esto es un hombre”, que relata la vida en este campo de concentración y me impresiona enormemente. No creo que nadie haya sido capaz de resumir tamaña atrocidad en una frase tan austera y sencilla.

"Ay de quien sueña: el momento de conciencia que acompaña al despertar es el sufrimiento más agudo”.

Desgarra el corazón y los sentidos, arranca un grito de dolor. Resume en pocas palabras la monstruosidad a la que eran sometidos hombres, mujeres, niños y ancianos. No hace falta decir nada más. Esta frase habla por todas esas personas a las que les era arrancada de cuajo su alma. Habla por todas esas personas que eran maltratadas y machacadas, hasta que les despojaban del más mínimo rastro de dignidad.

Recuerdo el final de otro libro, en este caso de Coelho, “Verónika decide morir”, en el que nos dice que a la protagonista le ha dado el mejor regalo que le podía dar; y este regalo no es ni más ni menos que la conciencia de la vida. Efectivamente pienso que la conciencia de la vida es lo que inconscientemente nos mantiene a las personas atadas a este mundo. Provee al ser humano de valiosas cualidades como la fuerza de voluntad, el sacrificio, las ganas de prosperar o de crecer como persona. La misma conciencia de la vida que a los presos por la dictadura nacionalsocialista les hacía retorcerse en el sufrimiento más agudo.

Inconcebible resulta siquiera imaginar que un día más se pueda convertir en la peor de nuestras pesadillas. La vida que Dios nos da y sólo nos puede quitar la muerte, se la robaron a millones de personas sin que la muerte mediara. La mayoría de ellos ya estaban muertos antes de morir.